Amanece un nuevo día en El Rocío. Como todas las mañanas la luz se estampa contra las fachadas de cal y el sol comienza a calentar el arenal de las calles aún solitarias. Se avecina una jornada extremadamente calurosa, anuncian, otra vez, temperaturas por encima de los 40º C. Como todas las mañanas, una ligera brisa proveniente del cercano mar hace temblar las hojas de los árboles. Como todas las mañanas, desde siempre, los aldeanos se desperezan en sus hogares al olor del café y la tostada con aceite. Sin embargo, hoy no es un día como otro cualquiera. Algo se respira en el ambiente que indica que hoy es el día, el gran día. La aldea, sus calles, sus plazas, sus casas, sus vecinos, se preparan para la fiesta más señalada del calendario, junto con la romería de la Virgen de la Blanca Paloma. Hoy es 26 de junio, hoy es la Saca de las Yeguas.
Apenas recién desayunado, empiezo a notar los primeros atisbos del calor anunciado. Recorro el pueblo en dirección a la calle Sanlúcar, y las primeras gotas de sudor ya resbalan por mi espalda. ¿Será el calor, el café o quizás los nervios incontrolados ante tan magna expectativa? Será un poco de todo. Lo que sí es cierto es que se palpa en la atmósfera que hoy va a ocurrir algo único. Se siente que, para estas gentes, lo que va acontecer tiene un valor muy importante y así lo demuestran. Las mujeres, concentradas y ensimismadas, riegan a manguerazo limpio las puertas de sus casas, refrescando y prensando el terreno. El olor a tierra mojada me reconforta. Los hombres más ancianos observan pacientes a la sombra de los porches, con sus gorrillas caladas hasta las cejas. Jinetes a caballo van y vienen al paso por todos los lados, examinando desde la altura que da el caballo los mínimos detalles del recorrido. Mientras, el lugar va adquiriendo concurrencia, se va nutriendo cada vez más de personas: turistas que se colocan bajo árboles de escasa frondosidad, lugareños que se sientan a las puertas de sus casas o aguerridos hombres, inocuos al sol, que deciden apoyarse en los palenques con una pajita en la boca. Todos esperan con emoción el momento. Y es que hoy es La Saca.
Desde hace aproximadamente 500 años se viene cumpliendo con la tradición. Todos los 26 de junio los ganaderos de Almonte recogen a sus animales. Se desplazan unos días antes con todo lo necesario a Doñana. Carros y carretas parten en busca de las yeguas. Éstas han estado durante el año viviendo en completa libertad allá en la soledad de la marisma. Ahora es el momento de agruparlas y conducirlas, junto con sus potros nacidos en primavera, hasta el pueblo de Almonte. Allí éstos serán herrados a fuego y vendidos en la feria anual de ganado. En su camino pasarán por la aldea de El Rocío y harán parada en la plaza frente a la ermita, para recibir la bendición de la Virgen. Es esta fiesta, sin duda, una de las más ejemplares de la etnografía española, donde se respira tradición y emoción por los cuatro costados. Como dicen por aquí, "esto tiene un arte que no se puede aguantar y los caballistas, unos fenómenos".
Así pues, aquí nos encontramos. Apostado ya en un lugar privilegiado, a la sombra y en compañía de gente alegre y generosa. Un hombre me ofrece un aguardiente hecho a base de anisete y agua, envasado en una botella de plástico. "¿Un bushito? Tá frezquito". Son las diez de la mañana pero la sed y su acento amable me convencen. Mmm, está bueno. La espera se hace larga. En la explanada que precede a la calle se arremolinan los primeros caballistas, con sombreros de paja de ala ancha, con gorras camperas de visera corta, con sus botos de Valverde del Camino y camisas remangadas. Portan una vara larga que aquí llaman "chivata" y que sirve para arrear y dirigir al ganado descarriado. Una carreta engalanada tirada por dos percherones pasa frente a mí. Sus ocupantes van vestidos de punta en blanco: morenas andaluzas con el pelo recogido y miradas profundas, jóvenes fornidos y bien parecidos lucen orgullosos sus mejores prendas de campo. Pero parece que se acerca la caballada. Efectivamente. El primer grupo hace su entrada en la explanada conducido por los yegüadores en un sin fin de relinchares y arreos. Vienen del campo, de esa naturaleza indómita que es Doñana. Vienen de galopar en libertad por las aguas someras de la marisma, vienen de pastar en la vera bajo la luna de poniente, de parir a sus retoños bajo los viejos pinos piñoneros. Y ahora se enfrentan al hombre, a su poder domesticador, a la sumisión del más fuerte. Las yeguas, junto a sus potros, comienzan a dar vueltas en círculo desorientadas. Su salvajismo empieza a ser troquelado. Este es el primer paso antes de enfilar la calle, un estrechamiento que, por otra parte, se antoja complicado. Otro grupo más numeroso hace su entrada y se une al primero. Son decenas de caballos los que están delante. Los potros no se separan de sus madres trotando al lado de sus tripas, el polvo emerge del suelo como el humo y lo envuelve todo mientras los pastores en sus monturas controlan el rodeo. Una yeguada más entra en acción. Ésta, sin duda, es la más numerosa. Ahora el número sobrepasa el centenar. Más jinetes, más potrillos, más caballos. Todos en círculo esperando el primer arranque hacia la calle principal.
El primer intento es fallido, ante el murmullo y los gritos de la gente. La primeras yeguas han hecho ademán de tomar el camino hacia la plaza, pero en un segundo y con un parón en seco han renunciado a ello y dan marcha atrás. La expectación es máxima. Algunos comentan la jugada y dan su opinión de cómo tiene que hacerse. Otros no pueden contener suspiros de emoción. Un hombre que tengo al lado grita: ¡recortad! ¡recortad! Otra señora cercana exclama: ¡mira Manolo, mira! Yo, por mi parte, estoy atónito. Nunca había visto tanto caballo junto, tanta belleza concentrada, jamás había sentido una emoción igual. La fuerza del acontecimiento me abruma.
Y estos sentimientos todavía se incrementan cuando, ahora sí, ahora las primeras yegüas enfilan la calle hacia la plaza y tras ellas todas las demás, animadas por los arreos de los yeguadores y la aclamación general. Una nube de polvo camufla las siluetas en la distancia, un intenso olor a caballo penetra por la nariz y el calor lo concentra. Los potros perdidos en la confusión llaman desesperadamente a sus madres y éstas responden con relinchos que parecen de ultra tumba. En la entrada a la calle, justo frente a mí, se forma un embudo y la manada queda encajada por un momento. Casi puedo tocar las crines de las madres que buscan a sus potrillos mientras se zafan en el tumulto con cabezadas y coces. La algarabía es máxima, los jinetes con sus chivatas reconducen la situación, la gente jalea la circunstancia y los flashes de las cámaras se disparan. El suelo retumba al paso en galope de toda la caballada. Cientos de yeguas pasan frente a mí con un sonido que me inmoviliza y me deja extasiado. Uno de los caballistas que viene en la retaguardia divisa a un potro ya abandonado y con un increíble movimiento lo agarra del cuello y lo sube a su silla sin descabalgar. Éste, con los últimos jinetes, se pierde en la nube de polvo calle abajo, en compañía de los relinchos que ya, también, se van diluyendo hacia la plaza.
El espectáculo ha sido grandioso. Un episodio lleno de emoción, ternura y salvajismo que guardaré en mi memoria como el mayor de mis tesoros.
Pasado el desenfreno ecuestre y el entusiasmo de la maravillosa saca, el corazón todavía me palpita rápido. Me acerco al señor del aguardiente y le pido un trago. Él, como si me conociera de toda la vida, me echa una sonrisa y me responde: ¡Ea! ¡Tá frezquito!