miércoles, 26 de junio de 2013

Doñana (IV). La duna



Terminas de subir el último desnivel del terreno y te encaramas jadeante a lo alto de la loma, acompañado de un calor que hace sudar, no sólo a uno mismo sino también a lavandas y jaras, que perfuman el aire con dulces fragancias. Es entonces cuando te percatas de que, efectivamente, has ganado altura. La suficiente como para divisar todo el interminable azul del océano y la inmensidad dunar que se expande ante tus ojos. Montículos ondulados de arena blanca se suceden por todo el campo de visión como si hubieras aterrizado en el mismísimo desierto de Namibia. Este entorno está situado a las puertas de África, su influencia aquí se deja notar, no sólo por la avifauna y flora existente, por su clima o por su paisaje, sino más aún sin cabe, por su atmósfera salvaje, su recóndita soledad y su exotismo natural. La imponente quietud no es tal si consideramos que éstas son dunas móviles que avanzan implacablemente con la fuerza del viento, engullendo todo lo que se pone por delante. Este fenómeno genera lo que se llaman "corrales", cuando los pinos y demás árboles de la zona, entre ellos el enebro (Juniperus macrocarpa), son enterrados por las voraces arenas. El empuje del viento provoca un lento pero constante avance de la duna hacia el interior. Los "trenes dunares" se tragan a su paso matorrales y plantas diversas y abrazan los troncos de los árboles hasta besar sus copas. Sólo una presión menor del viento cuanto más hacia el interior y una cobertura vegetal más espesa que hace fijar la arena, frenan la expansión. Tras su paso aparecen esqueletos de árboles secos, plantas mutiladas por la invasión convertidas en fósiles, restos leñosos de la destrucción. Postal gris que denominan "campo de cruces". Esta es la fuerza de los elementos que moldea y transforma el paisaje, naturaleza viva e indomable. 


Pino tumbado por la fuerza del viento

También nosotros sucumbimos a ella, a la potencia de un huracán, a la tremenda erupción de un volcán, al devastador tsunami. Pero también a sus perfumes embriagadores, a su cautivadora belleza y a su calma renovadora.
El sol sigue testarudo y en estas altitudes la piel se resiente. Aunque la brisa marina mitiga la sensación de calor es hora de abandonar este desierto e ir en busca de un nuevo paraje más benigno para mi epidermis si no quiero que quede abrasada. Tras inspeccionar las huellas impresas en la arena dejadas por alguna culebra o víbora del lugar, una última mirada hacia el Atlántico, hacia su horizonte infinito; y otra mirada hacia el interior, imaginando descubrir alguna antigua caravana bereber. Y con estas ensoñaciones me retiro, encaminando mis pasos hacia el último de los biotopos de Doñana: la marisma.


Corral






1 comentario:

  1. Guilletto, muchas gracias porque me has hecho recordar los mágicos días que pasé por estas tierras. Un abrazo.

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