Las nubes oscuras de septiembre ganaban terreno al sol y apenas sus rayos podían colarse entre los fustes de los pinos laricios. Entre ellos, acompañándolos en la umbría, quejigos, robles y sabinas descansaban aliviados tras un largo estío. A lo lejos, allá en la cárcava, la ermita de la Virgen de la Hoz quedaba cerrada y en silencio después de festejos y romerías. El bosque callado se abría a mis pasos y me enseñaba una vereda que subía desde el Tajo. Aquí el río no es ese portugués ancho y poderoso que se funde con el atlántico, ni siquiera ese que transportara en otro tiempo la maderada hasta Aranjuez. Es solamente un río, estrecho y tranquilo, con aires de grandeza pero discreto, con aguas limpias recién nacidas donde nada la nutria y pozas poco profundas quietas y calladas. Paralelo a este curso me aventuro, en lo más profundo de la hoz, acariciando con los dedos un maravilloso bosque de ribera, solo, conmigo mismo y con una naturaleza salvaje exuberante. Pienso en los corzos del día anterior, en los ciervos que pastaban al amanecer en la pradera y en los buitres siempre vigilantes desde las alturas.
Alto Tajo |
La caída de la tarde llegaba con un silencio sordo y yo apremiaba el paso para que no me sorprendiera la noche. Aunque mi yo más irracional insistía en quedarse un poco más, toda la vida si fuera posible, en este cosmos de salvajismo. Cuando, de pronto, un extraño gruñido me despierta de mis elucubraciones y me alerta en dirección al río. Es un sonido grave, profundo, que hace temblar el suelo que piso. Imagino un monstruo enorme y feroz, un arcaico troll surgido de las profundidades. El chapoteo que provoca en el agua me dice que está muy cerca. Otro gruñido. Igual de profundo, siniestro, esta vez detrás de mí. La situación se torna incómoda. La vereda, empinada ya hacia arriba, se ha estrechado y a un lado está el río y a otro un talud de dos o tres metros de altura por donde no hay salida. Mi camino se antoja bien de retroceso o bien hacia delante. Cualquiera de las dos opciones son en dirección a aquellos oscuros sonidos. Me armo con una rama gruesa y robusta que escojo con celo, y a modo de parapeto la expongo hacia el frente al tiempo que avanzo despacio. Para este momento ya había olvidado la idea de disfrutar toda la vida en este paisaje, lo único que quería ahora era escapar de ese animal inmundo que me cortaba la respiración. Otro paso hacia adelante, otro gruñido y de pronto... a pocos metros de mí, una jabalina salta al camino y echa a correr vereda abajo. Un jabalí! En ese mismo instante, sin tiempo para volverme, otro enorme jabalí se abalanza hacia mí, buscando sin duda el mismo derrotero que la hembra. Su embestida me roza los pantalones y puedo comprobar que su grupa me llega hasta la cintura. A la carrera huyo hacia arriba, sin mirar atrás, con la sensación de que me persiguen, que trotan maltratando el piso en busca mía, con el corazón a punto de salirme por el gaznate, rodeado de vegetación y soledad. El sudor me corría la nuca cuando llegué al pueblo. No era agotamiento, era miedo. En ese silencio campero que siempre precede a la noche tronaban en mis oídos los gruñidos de aquella bestia, porque era grande, muy grande, con un cuerpo hirsuto de color gris oscuro. El jabalí más grande que he visto en mi vida. Cuando entré en casa ni el confortable calor del fuego encendido mitigó el susto que traía pues las piernas todavía me temblaban.
Jabalí |
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