El termómetro del coche marca 42º C cuando entramos en la aldea de El Rocío. Son las 4 de la tarde del mes de junio y hemos llegado en plena ola de calor, un calor sahariano que ha invadido la mitad peninsular y ha envuelto todo de una calima asfixiante. No se ve un alma, las calles de arena fina hacen difícil avanzar con el vehículo y a cada acelerón se levanta un polvo como el de una diligencia de seis caballos. Esa es la sensación, la de un pueblo del lejano oeste, largas calles anchas flanquedas por casas blancas de una y dos alturas, con ventanas con rejas de forja y balcones enmarcados en color albero, soportales cubriendo la planta baja y palenques a la entrada para atar los caballos. Al fondo la ermita de la Virgen que da nombre a la aldea se yergue presumida en su plaza. Imagino a Gary Cooper y John Wayne haciendo sonar sus espuelas, con las manos en sus cartucheras. Cuando salimos del coche el calor es sofocante, un gato sestea a la sombra de un acebuche y un hombre solitario canturrea fandangos bajo el porche de su casa mientras nos mira con indiferencia. Con el ceño fruncido buscamos la cantina para echar un trago y preguntar por hospedaje. Sin embargo, aquí no encontramos ni al bueno, ni al feo y ni al malo, sino a personas amables y cercanas con la gracia especial del sur. No estamos en Texas ni en Nuevo México, estamos en la Andalucía más meridional, allí donde el Guadalquivir se funde con el Atlántico, donde sus habitantes mantienen las tradiciones arraigadas desde hace siglos, donde un mosaico de ecosistemas confluyen para dar cobijo a especies únicas de fauna y flora, donde la biodiversidad se ejemplifica en su máximo nivel haciendo de este territorio uno de los enclaves naturales más importantes de toda Europa. Tras un largo viaje, por fin hemos llegado, dispuestos a descubrir esta naturaleza única. ¡Adelante!
El Rocío |
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