A las afueras de un pequeño pueblo vacío encuentro el sitio ideal para mi avituallamiento. Horcajo de las Torres es el municipio: una iglesia, pocas casas y el ayuntamiento. Bajo la sombra puntiaguda de dos álamos me aposento, a la orilla de un arrollo que no es tal pues está seco. El arroyo Trabancos le mata el estío y sólo recupera su brío con las aguas del otoño, y discurre alegre, como un retoño, salpicando espigas y girasoles, regando de mil amores, surcos de tierra rotos. A la cuenca del Duero pertenece como otros tantos cauces que por aquí aparecen: el Adaja ó el Zapardiel, frías aguas que bañan estos campos de bien. Y es en este pago donde disfruto de mis viandas, alimentos del zurrón que me alegran el estómago como Dios manda.
Hace ya que el grano se recogió y la paja quitaron, los tractores se apagaron y el campo enmudeció. El trigo agostado descansa tumbado, no hay viento que venga y lo incline de un lado ni lo levante y lo baile como a un mar picado. Todo está en calma, naturaleza serena, Castilla de mi alma que te llevas mis penas. Los barbechos esperan su turno de siembra, allí, en el rastrojo, la liebre encamada, en las lindes la perdiz hembra y en el recuerdo, mi amada, siempre mi amada. Si estuvieras aquí que te diría..., nada, yo que te haría..., nada. Si estuvieras aquí. Tú serías el azul del cielo, brillante como un diamante, yo el amarillo del terreno, con su paja y su heno, y unidos por el horizonte, nuestro amor correría sin freno.
Pero basta ya de romanticismo y amoríos que eso son otros líos y levantémonos de esta sobremesa ensoñadora pues todavía es hora de caminar y disfrutar, que la tarde se torna de nuevas venturas que mis pasos han de alcanzar.
El sol calienta pero no ahoga y la brisa vespertina levanta la cresta de una alondra posada y acaricia las pajas doradas como una ola. Así me cuelo yo también entre ellas, como una ola en la playa, como un intruso en un lienzo y pienso: qué bonito cuadro, qué colores, que luz, con sus ocres, su amarillo y su azul. Y es entre este paraíso cromático donde me hallo, escenario sublime de naturaleza, lo que hace superar la pereza, y continuar el andar con buen ánimo. Al oeste queda la población de Cantalapiedra, ya en tierras salmantinas; al sur los pueblos de Cantiveros y Fontiveros, con ermitas, posadas y cantinas, y también los campos de Rasueros, hacia donde pongo dirección con buen paso y decisión.
El terreno ahora se ondula, un poco hacia arriba, un poco hacia abajo, generando lomas suaves que ocultan la planicie. Por cierto, eso de ahí, sí, un bando de perdices. Treinta ó cuarenta cuento, picoteando el suelo con movimientos lentos. Y a mis pies, ¿qué me encuentro? Un grupo de plumas desordenadas que me guían hasta el cadáver de una rapaz desgraciada. Son sus plumas doradas y atigradas, su tamaño y corpulencia lo que me hace pensar que estoy, sin más dudas ni ciencia, ante la gran lechuza campestre. El pecho listado, la cola barrada, oscura mirada y pico afilado. Compañera de brujas, ingrediente de pócimas y sortilegios, icono de leyendas y terror de necios. Mas cosas de la antigüedad, pues esta rapaz, es más amiga del sol que de la luna y gusta más de la claridad que de la penumbra, que, aunque nombrada ave nocturna, en verdad es diurna. Y come topillos y no entrañas humanas y anida en el suelo y no en el infierno, y durante semanas, ulula, tanto en verano como en invierno.
Egagrópila |
Restos de Lechuza Campestre |
Ahí quedas amiga lechuza de cuerpo presente y perdona que enterrarte no intente, pues la jornada apremia y debo proseguir y mas de cena has de servir, a animales diversos que de tí se alimenten.
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